Del libre albedrío [De libero arbitrio, II, 1-2 ]

Resumen

Esta obra, escrita en forma de diálogo (por influencia del estilo literario de Platón y de Cicerón), está compuesta por tres libros que relatan las conversaciones del autor con su amigo Evodio —un militar convertido al cristianismo— sobre varias cuestiones típicas de la primera filosofía cristiana como el problema de la libertad, el mal moral y el pecado, las relaciones entre razón y fe o la existencia de Dios. Se trata de temas sobre los que Agustín no está siempre seguro, pero se trata de una obra interesante para entender las consideraciones sobre la gracia, la predestinación, y el pecado original, que desarrollará en sus obras posteriores.

La cuestión del mal. ¿Qué es el mal? ¿Existe el mal en sí o es solo cierta carencia? ¿En qué medida se puede decir que una acción es mala o no? No se dice que un acto es malo porque está prohibido, sino es que está prohibido porque es malo.

El ser humano, apoyándose en su razón, debe elegir entre el bien y el mal, entre la virtud y la pasión. Somos responsables de nuestros actos: si elige la vía del bien, será recompensado y llevará una vida feliz; si elige la senda del pecado, se alejará de Dios y sufrirá el castigo merecido. El libre arbitrio existe y, como todo bien, proviene de Dios, pero el hombre puede utilizarlo de manera nefasta.

Ahí cabe preguntarse por qué Dios, que conoce el futuro, no priva a los pecadores de su libre arbitrio. Agustín señala que Dios no es responsable de los pecados humanos y que su grandeza consiste en dejar a los hombres pecar libremente. El pecado es necesario para la perfección del universo porque hace que exista la justicia: es justo que el pecador sea castigado por el mal realizado. Tanto el castigo como el premio por nuestras acciones son considerados como un bien de esa manera. El alma aspira a la felicidad o vida bienaventurada y por eso debe actuar de una manera que le conduzca a ello.

Libertad y libre albedrío. Recordad, son términos similares y pueden confundirse. Agustín señala que libertad designa el estado de bienaventuranza en el que no se puede pecar (pues se actúa bajo la gracia por la que Dios nos ayuda a elegir siempre el buen camino). El libre albedrío se refiere solamente a la posibilidad de elegir entre el bien o el mal. El hombre, pues, en cierto modo no es del todo libre cuando goza del libre albedrío, depende del uso que haga de él, pues en ocasiones será esclavo de sus impulsos.

El presente trata sobre la libertad: si el pecado surge de los actos libremente ejecutados por las almas que creó Dios... ¿es entonces Dios la causa última del pecado?, ¿no será la libertad [el libre albedrío] un mal, en vez de un bien? Y, si no es Dios quien nos ha otorgado la libertad (porque es bueno, y de ella surge el mal), ¿no nos la habrá dado algún otro ser, quizás un principio maligno, como sostenían los maniqueos?

Agustín defiende que el mal no proviene de Dios, que es la bondad misma, sino de la voluntad humana, que es imperfecta, por ser el hombre un ser finito, el cual, en vez de atender a los mandatos que le da Dios a través de su razón, mediante la ley natural, cede a las tentaciones sensibles, las elige libremente y peca.

Para Agustín, es mejor tener la libertad, y poder pecar libremente, que no tenerla: pues la capacidad de libre elección es la que confiere mérito a la acción humana y da sentido al premio o castigo. Por eso Dios nos ha concedido este bien, aunque a veces implique decisiones incorrectas, que conducen al pecado (cuando nuestra voluntad desfallece dejándose ir tras un bien sensible y pospone el bien supremo, amando más el mundo que a Dios).

Relación entre fe y razón. Es tratada al final del texto. Frente al irracionalismo de otros Padres de la Iglesia (como Tertuliano), Agustín considera que como el conocimiento de la verdad depende de la iluminación de nuestra mente por Dios, tanto la fe como la razón son caminos hacia la verdad: la fe prepara nuestra alma para conocer la verdad, orientándola en la dirección adecuada, a través de la creencia y el argumento de autoridad, pero además requiere el complemento de la razón, que nos permite entender aquella verdad que ya creemos por la fe.

Las verdades de la fe no son, por tanto, absurdas, es razonable creer en ellas. Y del mismo modo la razón puede servir para reforzar nuestra fe religiosa. Filosofía y religión no son incompatibles, se apoyan mutuamente: una representa el camino del intelecto y la otra el camino del corazón.

Claves interpretativas

[1] La libertad es un bien porque es la condición necesaria para que exista la justicia. El texto defiende que la existencia del libre arbitrio es un bien [ojo: aunque leamos ‘libertad’, si se entiende por el contexto que se trata de una libertad de la que hacemos más uso, hemos de interpretar que el sentido corresponde con lo que hemos explicado como ‘libre arbitrio’].

  • Se cree que Dios existe y es bueno.
  • El libre arbitrio causa el pecado → hace que nos planteemos el problema del mal.
  • Pero por fe creemos que Dios castiga los pecados. De ahí surge que el libre arbitrio y la posibilidad del mal es la base de algo de mayor perfección que el simple bien: la justicia.
  • Dios no nos da la libertad para que hagamos el mal, sino para que podamos elegir entre el bien y el mal, mereciendo castigo o premio por ello.

Aunque no lo mencione el texto, también debemos entender que esta capacidad de elección es algo bueno porque acerca al ser humano a la propia naturaleza de Dios (nótese que Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza).

[2] La razón corrobora lo ya dispuesto por la fe. En el texto Agustín no solo defiende que razón y fe deben colaborar.

El argumento de autoridad. Una de las razones que Agustín da para creer que Dios existe y es bueno, es el argumento de autoridad. Creemos porque hay gente sensata que ha creído antes. El argumento de autoridad puede considerarse que está entre la razón y la fe.

Problema del mal. Pero la creencia en Dios, incluso cuando se sostiene sobre el argumento de autoridad, se encuentra con el problema del mal. La existencia del pecado parece hacernos dudar de si Dios existe o de si Dios es bueno.

Con razón y sin razón. En estas expresiones es donde el texto encuentra su núcleo la relación que existe entre la justificación del libre albedrío y su relación con el problema de la relación entre fe y razón.

— Si no dispusiésemos de razón no podríamos ver claramente la causa por la que el libre albedrío es bueno.

Gracias a la razón podemos ver por qué Dios nos ha dado 'con razón' la capacidad de elegir y, con ella, la posibilidad de pecar. La razón refuerza así lo que ya creíamos por la fe. De no ser así nuestra fe sería más frágil.

El ser humano desea por eso saber (creer) y entender lo que sabe.

Texto

Evodio inquiere sobre la libertad, cómo puede ser que la hayamos recibido de Dios si es la causa del pecado. Agustín le pregunta cómo está seguro que proviene de Dios, preguntando si está influído por el argumento de autoridad. La discusión gira hacia que el hombre proviene de Dios y que es un bien porque puede vivir rectamente cuando así lo quiere. Agustín concluye que precisamente por eso: porque existe la posibilidad de actuar bien, y por tanto así se funda la justicia.

Libro II, capítulo 1

Por qué nos ha dado Dios la libertad de pecar

Evodio. — Explícame ahora, si es posible, por qué ha dado Dios al hombre el libre albedrío de la voluntad, sin el cual, ciertamente, si no lo hubiera recibido, no podría pecar.

Agustín. — Pero antes, dime ¿tienes conocimiento y estás seguro de ello, de que Dios haya dado al hombre una cosa que, según tú, no hubiera debido darle?

Evodio. — Según lo he entendido en libro anterior tenemos, por una parte, el libre albedrío de la voluntad y, por la otra, es sólo por él por lo que pecamos.

Agustín. — También yo recuerdo que hemos llegado a esas conclusiones, pero lo que te pregunto ahora es esto: ¿estás seguro de que es Dios quien nos ha dado ese libre albedrío que indudablemente poseemos y por el cual es evidente que pecamos?

Evodio. — No puede ser nadie más, creo, ya que de Él poseemos el ser; y, sea que pequemos, sea que actuemos rectamente, es de Él de quien merecemos el castigo o la recompensa.

Agustín. — Pero este último punto, una vez más ¿lo comprendes claramente? ¿o bien estás bajo el influjo del argumento de autoridad y es eso lo que te hace creerlo de grado, incluso sin comprenderlo? Me gustaría saberlo.

Evodio. — Confieso que, al principio, creí a la autoridad en este tema. Pero ¿qué hay más de cierto que todo lo que está bien viene de Dios, que todo lo que es justo está bien, y que es justo que los pecadores sean castigados y que los que obran rectamente sean recompensados? De donde se sigue que es Dios quien distribuye a los pecadores la desgracia y a los buenos la felicidad.

Agustín. — No lo discuto; pero te interrogo sobre esta otra cuestión: ¿cómo sabes que es de Él de quien tenemos el ser? Ya que no es eso lo que acabas de explicar, sino que has mostrado que es de Él de quien recibimos el castigo o el premio.

Evodio. — Lo que me pides me resulta evidente, precisamente porque es cierto que es Dios quien castiga los pecados. Pues, toda justicia viene de Él. En efecto, si es propio de la bondad hacer bien a los extraños, no lo es de la justicia castigar a los extraños. Es evidente, pues, que nosotros le pertenecemos, ya que no sólo es soberanamente bueno con nosotros por el bien que nos hace, sino también soberanamente justo por sus castigos. Además, he establecido antes, y tú estabas de acuerdo en ello, que todo bien viene de Dios. De donde también es fácil comprender que el hombre viene de Dios; pues el hombre mismo, en tanto que es hombre, es un bien, puesto que puede vivir rectamente cuando así lo quiere.

Agustín. — Verdaderamente, si es así, la cuestión que has propuesto está resuelta. Ya que si el hombre es un bien, y si no le es posible actuar rectamente sin que él lo quiera, ha debido tener, para actuar rectamente, libre albedrío. En efecto, respecto a que también peque por esa voluntad, no hay que creer que Dios se la haya dado para eso. Un motivo suficiente para que le haya sido dada dicha voluntad es que, sin ella, el hombre no podría actuar rectamente; y se comprende, por lo demás, que le haya sido dada para eso, por esta consideración: que Dios le castiga cuando la utiliza inadecuadamente para pecar; lo que sería injusto si la voluntad libre le hubiera sido dada no sólo para vivir rectamente, sino también para pecar. ¿Qué justicia habría, en efecto, en castigarle por haber aplicado la voluntad a un fin para el que ésta le hubiera sido dada? Así pues, cuando Dios castiga al pecador ¿no te parece que le dirija estas palabras: por qué no has aplicado tu libre voluntad al fin para el que te la he concedido, es decir, para actuar rectamente? Además, la justicia se nos presenta como un bien, en el castigo de los pecados y en la glorificación de los actos honestos; pero ¿sería así si el hombre no tuviera el libre arbitrio de su voluntad? Ya que lo que no se hubiera hecho voluntariamente no sería ni pecado, ni buena acción; y así, si el hombre no tuviera una voluntad libre, tanto el castigo como el premio serían injustos. Ahora bien, ha tenido que haber justicia, tanto en el castigo como en el premio, pues es uno de los bienes que vienen de Dios. Así pues, Dios ha debido dar al hombre una voluntad libre.

Libro II, capítulo 2

Si el libre albedrío nos ha sido dado para hacer el bien ¿cómo es posible que pueda inclinarse hacia el mal?

Evodio. — De acuerdo. Te concedo que la haya dado Dios. Pero, dime, ¿no te parece que habiendo sido dada para hacer el bien no hubiera debido poder inclinarse hacia el pecado? Hubiera debido ser como la justicia, que le fue dada al hombre para vivir bien: ¿le es posible a alguien servirse de su justicia para vivir mal? Del mismo modo, si la voluntad le hubiera sido dada al hombre para obrar bien, nadie podría pecar por la voluntad.

Agustín. — Espero que Dios me conceda poder responderte o, mejor, que te conceda a ti responderte a ti mismo, por la enseñanza interior de la verdad, que es la maestra soberana y universal. Pero antes deseo que me respondas a esta pregunta: ya que tienes por cierta y conocida la respuesta a mi primera demanda, a saber, que Dios nos ha dado una voluntad libre ¿debemos decir que Dios no hubiera debido darnos una cosa que confesamos haber recibido de Él? Si no es seguro que Él nos la haya dado, tenemos razón al preguntar si nos ha sido bien dada; cuando hayamos encontrado que nos ha sido bien dada encontraremos, por ello, que nos ha sido dada por Él, por quien le han sido dados todos los bienes a los hombres. Por el contrario, si encontramos que no ha sido bien dada comprenderemos que no es Él quien nos la ha dado, pues sería ilícito acusarlo de eso. Por otra parte, si es cierto que Él nos la dado nos veremos obligados a confesar, sea cual sea el modo en que la hayamos recibido, que Él no estaba obligado ni a no dárnosla, ni a dárnosla distinta a como la tenemos. Pues nos la ha dado aquél cuyos actos no pueden ser razonablemente censurados.

Evodio. — Admito todo eso con una fe inquebrantable; pero como todavía no tengo el conocimiento de ello, es necesario estudiar la cuestión como si todo fuera dudoso. Ya que podemos, pues, pecar por la voluntad, no es seguro que nos haya sido dada para hacer el bien y, por eso mismo, se convierte en dudoso el que debiera habernos sido dada. En efecto, si no es seguro que nos haya sido dada para hacer el bien tampoco es seguro que hubiera tenido que sernos dada; y así, se convierte en dudoso que Dios nos la haya dado. Ya que si es dudoso que hay debido sernos dada, también es dudoso que nos haya sido dada por aquel del que no se puede creer, sin impiedad, que nos haya dado una cosa que no debiera habernos dado.

Agustín. — ¿Estás seguro, al menos, de la existencia de Dios?

Evodio. — Sí, y con una certeza incontestable; pero tampoco en este caso es el examen de la razón, sino la fe, quien me da tal certeza.

Agustín. — Bien. Si alguno de esos insensatos de los que se ha escrito: “El insensato dijo en su corazón: Dios no existe”, viniera a repetirte esa proposición y, rechazando creer contigo lo que tú crees te manifestara el deseo de conocer si tu crees la verdad, ¿dejarías a ese hombre en su incredulidad o creerías que hay algún medio de persuadirlo de lo que tú crees firmemente? Sobre todo si no tuviera la intención de luchar acérrimamente, sino el deseo sincero de saber.

Evodio. — Lo último que acabas de decir me ilustra bastante sobre la respuesta que le daría. Pues, aunque fuera el hombre más absurdo, me concedería ciertamente que no hay lugar para discutir, de ningún tema, con un hombre de mala fe y un obcecado, y con mayor razón de un tema tan importante. Hecha esta concesión, él sería el primero en pedirme que creyera que se entrega a esta investigación de buena fe y que, respecto a esta cuestión, no hay en él ninguna perfidia u obstinación. Entonces le expondría esta demostración, que creo que es fácil para todo el mundo: puesto que, le diría, quieres que otro crea, sin conocerlos, en los sentimientos que tu sabes ocultos en tu alma ¿no es aún más justo que creas tú en la existencia de Dios, sobre la fe de los libros de esos grandes hombres, que nos aseguran en sus escritos que han vivido con el Hijo de Dios; y eso tanto más cuanto que ellos declaran en esos libros haber visto cosas que serían imposibles si Dios no existiera? Y este hombre sería demasiado insensato si me criticara por creerles, él, que quiere que yo le crea a él mismo. Pero lo que, con justicia, no podría criticar, tampoco podría encontrar ninguna razón para negarse a hacerlo él mismo.

Agustín. — Pero te diré, a mi vez, que si consideras, sobre la cuestión de la existencia de Dios, que es suficiente remitirse al testimonio de esos grandes hombres, de los que hemos juzgado que nos podemos fiar sin temeridad, ¿por qué no remitirnos igualmente a su autoridad sobre estos puntos que nos hemos propuesto estudiar como dudosos y totalmente desconocidos, en lugar de fatigarnos con esta investigación?

Evodio. — Porque habíamos convenido que deseábamos conocer y comprender lo que creemos.

Agustín. — Te acuerdas perfectamente del principio que habíamos establecido al comienzo mismo de la discusión anterior, lo que no negaremos ahora; pues, si creer y comprender no fueran dos cosas diferentes, y si no debiéramos creer primero las sublimes y divinas verdades que debemos comprender, en vano hubiera dicho el Profeta: «Si antes no creéis, no comprenderéis». Nuestro Señor mismo, tanto por sus palabras como por sus actos, exhortó primero a creer a quienes llamó a la salvación. Pero a continuación, cuando hablaba del don mismo que daría a los creyentes, no dijo: la vida eterna consiste en creer en mí, sino: «En esto consiste la vida eterna: en conocer al único y verdadero Dios y al que envió a vosotros, Jesús Cristo». Y dice además a los que ya creían: «Buscad y encontraréis». Ya que no se puede decir que se ha encontrado lo que se cree, sin conocerlo aún; y nadie alcanza la aptitud de conocer a Dios si antes no ha creído lo que después debe conocer. Por ello, obedeciendo los preceptos del Señor, persistamos en la investigación. Si, en efecto, buscamos por invitación suya, Él mismo nos mostrará también las cosas que encontremos, en la medida en que pueden ser encontradas en esta vida por hombres como nosotros. Y, verdaderamente, como hemos de creer, a los mejores les es dado, en esta vida, ver esas cosas y alcanzarlas con una evidencia más perfecta y, ciertamente, después de esta vida, a todos aquellos que son buenos y piadosos. Esperemos que así ocurra con nosotros y, despreciando las cosas terrestres y humanas, deseemos y amemos con todas nuestras fuerzas las cosas divinas.

Versión de A. M. García López para La Filosofía en el Bachillerato.

Referencias

Huisman D (2007) Diccionario de las mil obras clave del pensamiento. Tecnos.