La gaya ciencia
Resumen
El texto trata de la muerte de Dios, del fin de una época y el comienzo de otra, de un estado de sombra que nos permite albergar esperanzas en un futuro de libertad y compromiso con la vida. Esa muerte de Dios se identifica con el derrumbamiento de todos los valores supremos se entiende como una oportunidad, es una situación que los filósofos y espíritus libres sienten como una «nueva aurora». En el texto debe rastrearse el sentido del nihilismo nietzscheano, su carácter ambigüo, como pérdida, renuncia, pasividad y superación, como apertura de un espacio para nuevos valores.
Fragmento 343. l a muerte de dios es presentada en el texto como un suceso del que se da noticia, a medio camino entre el titular de periódico y la profecía histórica. «dios» es la cifra de todo fundamento, de todo valor, del orden cultural e histórico que ahora entra en crisis. dicha crisis tiene su origen en el hecho de que el dios cristiano no alimenta ya con su fe los principios morales y las actitudes de los seres humanos en sus vidas. desconfianza y agotamiento son las impresiones que tienen que experimentar aquellos que se dan cuenta de lo que realmente está pasando. el resto del párrafo está dedicado a meditar sobre las consecuencias que han de seguirse del «acontecimiento». l a filosofía debe descifrar enigmas. en cierto modo, Nietzsche rechaza la concepción tradicional de la verdad. No hay verdades unívocas, sino interpretaciones abiertas, perspectivas sobre las cosas. el «nosotros» sitúa al filósofo frente al acontecimiento, pero orientado a su superación: «Primogénitos del siglo futuro». l a crisis es real y profunda: «l as sombras que han de envolver enseguida a europa». Pero Nietzsche la ve como la ocasión de un nuevo comienzo, iluminada por la aurora que permite ver un horizonte despejado.
Fragmento 344. El proceso de crítica que ha conducido al estado de la muerte de Dios ha sido el positivismo, la Ilustración; en suma, la ciencia moderna. Nietzsche critica la ciencia, a la que no considera un saber neutral. La relaciona con en el nihilismo de su época, ya que sus presupuestos la ponen en la línea del platonismo, como postura que postulan el valor absoluto de una verdad que Nietzsche contempla como incapaz de dar sentido a la vida. Por eso Nietzsche encuentra cierto valor en el engaño, lo cual debe entenderse como una apuesta por la creatividad, por la voluntad de crear nuevas perspectivas que no se limiten al marco de lo verdadero. Nietzsche considera que detrás de ello habita un rigorismo moral excesivo, que con frecuencia responde más a una fe en las apariencias que a una voluntad de encontrar la verdad profunda de las cosas. La voluntad de error es la voluntad de una ciencia alegre que asuma toda la energía vital del ser humano. [...] Nietzsche examina los supuestos de la propia ciencia en relación con la vida, la única fuente de valor que él quiere salvaguardar. Pero la verdad científica, al moverse en la abstracción de las leyes generales, también es sospechosa porque presenta la vida como apariencia y engaño. Resumamos la argumentación nietzscheana: la ciencia lo somete todo a prueba. Por tanto, se presenta como un saber exento de convicciones. Pero la ciencia parte de una creencia no examinada críticamente o sometida a prueba: la fe incondicional en que la verdad es lo más valioso. ¿De dónde extrae la ciencia esa voluntad de verdad? ¿No tendría que obtenerlo de la vida? Pero la fe en la ciencia presupone «un mundo distinto de la vida». De ahí que Nietzsche le extienda un certificado de sospecha: la ciencia es también una «fe metafísica» que no escapa al idealismo platónico.
Fragmento 345. En paralelo con el párrafo anterior, Nietzsche examina aquí el nivel crítico a que ha llegado la filosofía en el uso práctico de la razón, esto es, en moral. Distingue entre las morales como sistemas de costumbres, normas y deberes que comparte un pueblo y se config ura como un elemento estructural de la cultura. Estas morales han sido discutidas y criticadas por filósofos e historiadores. Pero nadie se ha planteado la génesis del sentimiento y la valoración morales, el origen y «el valor del mandato “tú debes”». El filósofo de la moral da por probado el hecho de que el ser humano es un ser «constitutivamente moral». La tarea que Nietzsche propone a su filosofía futura es examinar el valor mismo de la moral para la vida: poner en duda el «valor de la moral». La llevó a cabo en uno de sus libros más celebres, La genealogía de la moral. Sigue en la línea de ese compromiso vital, plantea la necesidad de que el ser humano se mueva en el terreno que marcaría una personalidad ‘fuerte’, a la altura del ‘gran amor’ que demandan los grandes problemas. Con ello sugiere la idea de una forma de ser que se involucre cada momento en todas sus dimensiones, que haga de cada acto vital una oportunidad para la manifestación de sí misma. Eso requiere un cierto distanciamiento frente a la moral de cada época y frente a la misma noción de moral.
Fragmento 346. El fragmento 346 nos advierte que no debemos confundir la postura de Nietzsche con ningún tipo de ateísmo o inmoralismo, ya que estos son equivalentes a una fe inversa, una negación igualmente parcial. Podría decirse que Nietzsche quiere marcar el nivel de su propio radicalismo crítico y situarlo en relación con la crítica ilustrada de sus maestros: el escepticismo de Hume, el criticismo de Kant o el pesimismo de Schopenhauer: «Lo sabemos, el mundo en que vivimos no es divino, ni moral «“ni humano”». En este «ni humano» se sitúa Nietzsche, pues amplía su crítica al humanismo moderno que cree en la razón y en el progreso ilimitado. También el «humanismo» moderno incurre en el mismo juego de restarle valor a la vida al separar y oponer hombre y mundo, para convertir al hombre «en el principio “que niega-el-mundo”». Lo mostrado por el «acontecimiento» de la muerte de Dios es el estado espiritual de «nihilismo» que caracteriza al siglo XIX europeo. La pregunta a la que alude el título es precisamente la que interroga por el sentido de ese nihilismo: ¿es lo último, el efecto fin al de descomposición y agotamiento de una cultura que ya ha hecho lo suyo en la historia, o es lo primero, el desenmascaramiento de un error que permite un nuevo comienzo y una transvaloración de los valores?
Libro V, §343-346
NOSOTROS, LOS SIN MIEDO
¿Tiemblas, esqueleto?
Más temblarías si supieras adónde te llevo.
— Turenne
343. Lo que conlleva nuestra alegría
El mayor acontecimiento reciente –que “Dios ha muerto”, que la creencia en el Dios cristiano ha caído en descrédito– empieza desde ahora a extender su sombra sobre Europa. Al menos, a unos pocos, dotados de una suspicacia bastante penetrante, de una mirada bastante sutil para este espectáculo, les parece efectivamente que acaba de ponerse un sol, que una antigua y arraigada confianza ha sido puesta en duda. Nuestro viejo mundo debe parecerles cada día más crepuscular, más dudoso, más extraño, “más viejo”. Pero, en general, se puede decir que el acontecimiento en sí es demasiado considerable, demasiado lejano, demasiado apartado de la capacidad conceptual de la inmensa mayoría como para que se pueda pretender que ya ha llegado la noticia y, mucho menos aún, que se tome conciencia de lo que ha ocurrido realmente y de todo lo que en adelante se ha de derrumbar, una vez convertida en ruinas esta creencia por el hecho de haber estado fundada y construida sobre ella y, por así decirlo, enredado a ella. Un ejemplo lo proporciona nuestra moral europea en su totalidad. ¿Quién puede adivinar con suficiente certeza esta larga y fecunda sucesión de rupturas, de destrucciones, de hundimientos, de devastaciones, que hay que prever de ahora en más, para convertirse en el maestro y el anunciador de esta enorme lógica de terrores, el profeta de un oscurecimiento, de un eclipse de sol como no se ha producido nunca en este mundo?… ¿Por qué incluso nosotros, que adivinamos enigmas, nosotros, adivinadores natos, que en cierto modo vivimos en los montes esperando, situados entre el presente y el futuro, y tensos por la contradicción entre el presente y el futuro, nosotros, primicias, nosotros, primogénitos prematuros del próximo siglo, que ya deberíamos ser capaces de discernir las sombras que están a punto de envolver a Europa, miramos este oscurecimiento creciente sin sentirnos realmente afectados y, sobre todo, sin preocupamos ni temer por nosotros mismos? ¿Sufriremos demasiado fuerte quizás el efecto de las consecuencias inmediatas del acontecimiento? Estas consecuencias inmediatas no son para nosotros –en contra tal vez de lo que cabía esperar– de ninguna manera tristes, opacas ni sombrías; son más bien como una especie de luz, una felicidad, un alivio, un regocijo, una confortación, una aurora de un tipo nuevo difícil de describir… Efectivamente, los filósofos, los “espíritus libres”, con la noticia de que el “viejo Dios ha muerto” nos sentimos corno alcanzados por los rayos de una nueva mañana; con esta noticia, nuestro corazón rebosa de agradecimiento, admiración, presentimiento, espera. Ahí está el horizonte despejado de nuevo, aunque no sea aún lo suficientemente claro; ahí están nuestros barcos dispuestos a zarpar, rumbo a todos los peligros; ahí está toda nueva audacia que le está permitida a quien busca el conocimiento; y ahí está el mar, nuestro mar, abierto de nuevo, como nunca.
344. En qué sentido seguimos siendo también piadosos
Se dice, con razón, que en la ciencia las convicciones no tienen carta de ciudadanía. Sólo cuando deciden descender modestamente al nivel de una hipótesis, a adoptar el punto de vista provisional de un ensayo experimental, de una ficción normativa, puede concedérseles acceso e incluso un cierto valor dentro del campo del conocimiento –con la limitación, no obstante, de quedar bajo la vigilancia policial de la desconfianza–. Pero si consideramos esto con mayor detenimiento, ¿no significa que la convicción no es admisible en la ciencia sino cuando deja de ser convicción? ¿No se inicia la disciplina del espíritu científico con el hecho de prohibirse de ahora en más toda convicción?… Es posible. Queda por saber si, para que pueda instaurarse esta disciplina, no hace falta ya una convicción tan imperativa y absoluta que sacrifique a ella todas las demás convicciones. Se ve que también la ciencia se funda en una creencia y que no existe ciencia “sin supuestos”. La pregunta de si es necesaria la verdad no sólo tiene que haber sido respondida antes afirmativamente, sino que la respuesta debe ser afirmada de forma que exprese el principio, la creencia, la convicción de que “nada es tan necesario como la verdad y que en relación con ella, lo demás sólo tiene una importancia secundaria”. ¿Qué es esta voluntad absoluta de verdad? ¿Es la voluntad de no dejarse engañar? En este sentido podría interpretarse, efectivamente, la voluntad de verdad, con la condición de que la subordinemos a la generalización “no quiero engañar”, e incluso al caso particular “no quiero engañarme”. Pero ¿por qué no engañar? Vemos cómo las razones del primer caso pertenecen a un campo completamente diferente de las del segundo; no queremos dejarnos engañar porque suponemos que es perjudicial, peligroso y nefasto ser engañado. En este sentido, la ciencia constituiría una perspicacia mantenida, una precaución, una utilidad a la que se le podría objetar; ¡cómo!, ¿el hecho de no querer dejarse engañar sería realmente menos perjudicial, menos peligroso y menos nefasto? ¿Qué saben previamente del carácter de la existencia para poder establecer si las mayores ventajas radican en la desconfianza absoluta o en la confianza absoluta? Pero en el caso de que ambas fueran indispensables, ¿de dónde tomaría la ciencia su creencia absoluta, esa convicción en la que se apoya, según la cual la verdad es más importante que cualquier otra cosa, es decir, más que cualquier otra convicción? No habría podido originarse esa convicción si la verdad y la no verdad demostraran ser útiles continuamente y al mismo tiempo, como sucede en realidad. Por consiguiente, la creencia en la ciencia, que indudablemente existe, no podría haberse originado en semejante cálculo de utilidad, sino que, por el contrario, nació a pesar del hecho de que la inutilidad y el peligro de la “voluntad de verdad”, de la “voluntad a toda costa”, se están demostrando constantemente. ¡Bien sabemos lo que significa “a toda costa”, con la cantidad de creencias que inmolamos una tras otra en este altar! Por ende, “voluntad de verdad” no significa “no quiero dejarme engañar”, sino —no hay otra alterativa— “no quiero engañar, ni quiero engañarme a mí mismo”; así, estamos en el terreno de la moral. Preguntémonos, entonces, seriamente, “¿Por qué no querer engañar?”, cuando parece (¡y tanto que parece!) que la vida no está hecha más que para la apariencia, es decir, para el error, la impostura, el disimulo, el deslumbramiento y la ceguera voluntaria, cuando la vida se ha mostrado siempre de parte de los astutos menos escrupulosos. Semejante propósito podría ser explicado suavemente como una quijotada, como una pequeña locura entusiasta, aunque podría tratarse también de algo peor que un principio destructivo hostil a la vida… La “voluntad de verdad” podría ocultar una voluntad de muerte. De este modo, la pregunta “¿para qué la ciencia?”, conduce a la cuestión moral “¿para qué sirve, en última instancia, la moral?”, si la vida, la naturaleza y la historia son amorales. Sin duda alguna, el espíritu verídico, audaz y último que presupone la fe en la ciencia afirma al mismo tiempo otro mundo diferente al de la vida, la naturaleza y la historia; si afirma ese “otro mundo”, ¿no debe negar su contrario, este mundo, nuestro mundo?… Ya se habrá comprendido adónde quiero llegar; a que nuestra creencia en la ciencia sigue apoyándose también en una creencia metafísica, y a que quienes buscamos hoy el conocimiento, los sin dios y los antimetafísicos, encendemos nuestro fuego en la hoguera que ha levantado una creencia milenaria, que era también la de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, que la verdad es divina… Pero, ¿qué decir si esta idea se va desacreditando cada vez más, si todo deja de presentar un carácter divino y se revela como error, ceguera, falsedad, y si Dios mismo se muestra como nuestra mentira más largamente mantenida?
345. La moral como problema
Por todas partes se percibe la falta de personalidad. Una personalidad debilitada, raquítica, apagada, que se niega a sí misma y reniega de sí misma, no sirve para ninguna tarea humana, y menos para la filosofía. El “desinterés” no tiene valor alguno ni en el cielo ni en la tierra. Todos los grandes problemas exigen un gran amor y sólo son capaces de él los espíritus poderosos, enteros, seguros y firmes en sus cimientos. Constituye una diferencia considerable que un pensador se dedique a sus problemas hasta el punto de ver en ellos su destino, su angustia y también su felicidad, o que, por el contrario, los aborde de una forma “impersonal”, es decir, que sólo sepa abordarlos y captarlos con las antenas de un pensamiento frío y simplemente curioso. En este último caso, podemos estar seguros de que no conseguirá nada, pues los grandes problemas, aunque se dejen captar, no se dejan retener por las ranas y los impotentes; en esto consiste el buen gusto de los problemas —gusto que, por lo demás, comparten con las mujerzuelas valientes—. ¿A qué se debe, entonces, que no haya encontrado aún a nadie, ni siquiera en los libros, que haya adoptado una posición personal de esta forma respecto a la moral, que haya visto la moral como problema y dicho problema como su angustia, su tormento, su deleite, su pasión personal? Es plenamente evidente que hasta ahora la moral no ha sido un problema, sino más bien el terreno en el que tras las desconfianzas, los disensos y las contradicciones acaban todos entendiéndose mutuamente, el lugar sagrado de la paz donde los pensadores, extenuados por su propia naturaleza, descansaban, respiraban, recobraban vida. No veo a nadie que se haya atrevido a criticar los juicios de valor; busco inútilmente en este campo intentos emprendidos por la curiosidad científica, por la imaginación veleidosa y mimada de los psicólogos y de los historiadores, que anticipa fácilmente un problema y lo capta al vuelo, sin saber muy bien lo que acaba de agarrar. Apenas he encontrado unos inicios rudimentarios de una historia de los orígenes de estos sentimientos y de estas valoraciones (lo que difiere de una crítica de éstos y por supuesto de una historia de los sistemas éticos). Sólo en un caso hice todo lo que fue apropiado para estimular la inclinación y el talento hacia este tipo de historia, aunque hoy creo que fue en vano. Estos historiadores de la moral (principalmente los ingleses) son mentirosos, pues suelen sufrir ingenuamente la exigencia de una moral determinada, convirtiéndose, sin advertirlo, en sus defensores y en su escolta. Admiten, de este modo, ese prejuicio difundido en la Europa cristiana, tan ingenuamente repetido, según el cual la acción moral se caracteriza por el desinterés, la renuncia a uno mismo, el sacrificio personal, el sentimiento de solidaridad, la compasión, la piedad. El fallo habitual de sus hipótesis consiste en afirmar no sé qué pacto de los pueblos, al menos de los pueblos domesticados, respecto a ciertos preceptos de moral, y en concluir determinando la obligación absoluta de éstos para cada uno de nosotros; o, por el contrario, tras haber aceptado la verdad de que las valoraciones difieren necesariamente según los pueblos, concluir en la ausencia de obligación de toda moral; ambas conclusiones son pueriles. Los más sutiles de estos historiadores cometen el defecto consistente en que cuando descubren y critican las opiniones, tal vez insensatas, de un pueblo respecto a su propia moral o las de los hombres respecto a toda moral humana, o bien lo relativo al origen de ésta última, sus sanciones religiosas, la superstición del libre albedrío y otras cosas por el estilo, se imaginan que con eso han criticado a la moral misma. Pero el valor de un precepto como “debes” es muy diferente e independiente de semejantes opiniones acerca del mismo precepto y de la cizaña de error que haya podido invadirlo, del mismo modo que la eficacia de una medicina es totalmente independiente de las opiniones que el enfermo tenga de ella, de que posea conocimientos científicos o prejuicios de anciana. Una moral puede haber nacido muy bien de un error; esta constatación ni siquiera ha abordado el problema de su valor. Nadie hasta ahora ha examinado, entonces, el valor de la más famosa de las medicinas, llamada moral. Esto exigiría ante todo decidirse a poner en cuestión este valor. ¡Pues bien! ¡En esto precisamente consiste nuestra empresa!
346. Nuestro interrogante
Pero, ¿es eso lo que no entienden? Realmente costará trabajo entendernos. Buscamos palabras y quizás buscamos también oídos. ¿Quiénes somos, entonces? Si quisiéramos simplemente denominarnos con términos antiguos como ateos, incrédulos o incluso inmorales, estaríamos lejos de creer que nos hemos definido, pues somos esas tres cosas a la vez en una etapa demasiado tardía; así se comprende, comprenden ustedes, señores curiosos, lo que sentimos en el alma siendo eso. ¡No es la amargura ni la pasión del hombre desenfrenado que hace de su falta de fe una creencia, un fin y un martirio! Hemos sido afilados, nos hemos vuelto fríos y duros a fuerza de reconocer que nada de lo que sucede aquí abajo ocurre de forma divina y que, según los criterios humanos, ni siquiera pasa de un modo razonable, misericordioso y equitativo. Sabemos que el mundo en el cual vivimos no es divino, sino inmoral, “inhumano”; lo hemos interpretado durante demasiado tiempo de manera falsa y mentirosa, pero según nuestros deseos y nuestra voluntad de veneración, es decir, según una necesidad. ¡Pues el hombre es un animal que venera! Pero también es desconfiado. Lo más cierto de todo lo que captó nuestra desconfianza es que el mundo no vale lo que hemos creído que valía. Tanta desconfianza, tanta filosofía. Evitamos sin duda decir que el mundo tiene menos valor, hasta nos parece risible hoy que el hombre pretenda inventar valores que deban superar el valor del mundo real. Nos hemos desengañado de esto como de una aberración exuberante de la vanidad y de la sinrazón humanas, que durante mucho tiempo no ha sido reconocida en cuanto tal. Ha tenido su última expresión en el pesimismo moderno, y otra más antigua y más fuerte en la doctrina de Buda; pero también la contiene el cristianismo, bajo una forma más dudosa, es cierto, más equívoca, pero no por ello menos fascinante. En cuanto a esta actitud, “el hombre contra el mundo”, el hombre como principio “negador del mundo”, el hombre como medida de valor de las cosas, como juez del universo que llega a poner la vida misma en el platillo de su balanza y la calcula demasiado liviana; pues bien, hemos tomado conciencia del prodigioso mal gusto que supone toda esta actitud y nos repugna. Por eso nos reímos en cuanto vemos al “hombre y al mundo”, puestos uno al lado del otro, separados por la sublime pretensión de la partícula “y”. Pero, ¿qué sucede? Al reírnos, ¿no habremos dado un paso de más en el desprecio del hombre y, por consiguiente, también en el pesimismo, en el desprecio de la existencia que nos es cognoscible? ¿No habríamos caído por ello mismo en la sospecha de una contradicción, de la contradicción entre este mundo donde hasta ahora teníamos la sensación de estar en casa con nuestras veneraciones –veneraciones en virtud de las cuales tal vez soportábamos la vida–, y un mundo que no es otro que nosotros mismos? Habríamos caído, así, en la sospecha inexorable, extrema, definitiva respecto a nosotros mismos; sospecha que ejerce de forma cada vez más cruel su dominio sobre los europeos y que podría fácilmente poner a las generaciones futuras ante esta espantosa alternativa: “¡O suprimen sus veneraciones, o se suprimen ustedes mismos!” El último término sería el nihilismo; ¿pero no sería nihilismo también el primero? Este es nuestro interrogante.